
Primero fueron dibujos en un papel, luego líneas en un plano, ahora son incontables ladrillos ubicados unos encima de otros que moldean formas arquitectónicas que contienen seres humanos. Cien, mil, un millón de metros cúbicos de arena y cal dentro de las que suceden historias que nunca terminan y que poco se sabe de cuándo comenzaron. Principios y desenlaces. Construcciones, destrucción o viceversa. Vecinos. Desconocidos, queridos, despreciados. Sobre la terraza del edificio más alto el viento de río revolea las prendas que cuelgan de la soga. En el vaivén, camisas, pantalones y sábanas salpican noches de insomnio y días imborrables, chorrean recuerdos desechables e instantes de placer. Unidades. Oscuras, recicladas, húmedas, a estrenar. Tres techos hacia abajo imagino que las persianas cerradas le dan oscuridad a un hombre de cincuenta y pico que duerme la siesta solo o no tanto porque un gato de nombre extraño recuesta su lomo en la almohada blanca que él abraza. Se ven un sinfín de puertas, ventanas, balcones. Se ven, sin verlas, un sinfín de vidas. Cien. Mil. Un millón de vidas paralelas, contenidas, retenidas, amontonadas, entre techos y paredes, que hablan. En lo que pareciera el baño del departamento de un piso bajo de la torre verde podría haber una flamante madre brindándole el primer refresco en bañadera a su hija mientras intenta dilucidar si todo era mejor antes o después del divorcio. Amores eternos y fugaces. Amores a primera vista y amores que no se ven ni se miran. Encuentros reconciliatorios. Tormentas que nunca duran pero tienen forma de eternidad. Detrás de las cortinas blancas que cubren el ventanal del balcón de la séptima planta del edificio gris imagino a una señora apoyando humeantes platos sobre la mesa mientras el señor llama a los niños que no escuchan o no quieren escuchar hasta que el llamado se transforma en una orden. Gente que come, gente que no. Gente que vive la vida que quiera y gente que vive la que puede. Viviendas adquiridas, ajenas, alquiladas, prestadas, donadas, ocupadas, robadas. Atardecer de un lado y amanecer del otro. Levantarse cada día. Los últimos vestigios del sol del domingo se reflejan en el vidrio de la única abertura que tiene el quinto piso del edificio de ladrillo a la vista donde sospecho que una pareja de ancianos palpitando de alegría comparten mate mediante la alegría que les dejó el encuentro familiar de hoy que como casi todos los días recibieron visitas. Abuelos, hijos, nietos. Árbol genealógico. Pasados felices y futuros inciertos. Todo lo que fue, entreverado con lo que pudo haber sido, pero no. Entre los límites de la cocina de la tercera planta del pequeño edificio de antigua arquitectura una señora de setenta y cinco o más podría estar recibiendo con interés las novedades que el televisor le escupe acerca de la jornada electoral, vive sola y hoy no la visitó nadie. Soledad. El paso del tiempo y la esperanza. Elección. Triunfos, fracasos, vencedores, vencidos. En el semipiso del coqueto edificio revestido con piedras visualizo a un joven de veinte que valora la dicha de tener un padre generoso pero bien sabe que debe conseguir un trabajo que justifique todo pero dice que no hay aunque no busca y se permite disfrutar de los paisajes que le ofrece su balcón repleto de plantas que dan flores medicinales. Enfermedad, salud. Evadirse. Culpa y justificación. Las nubes corren creando una leve resolana que tiñe de amarillento el blanco gastado de la pared de un lavadero donde descansa todo aquello que se limpia, se renueva, se lava. Vidas recicladas, manchadas, pulcras. Bichos de cuidad. Ciudad capital. Capitales que cotizan en bolsa. Bolsas llenas de basura de las que se alimentan los que no son como uno, los postergados, los vendidos. Compraventa o viceversa. Inversión. Entretanto, entremedio de todo y todos, ascensores y escaleras que llevan y traen, suben y bajan ilusiones, arrepentimientos, emociones encontradas. Cuando se hace de noche las luces permiten distinguir los espacios habitados y los vacíos. Especulación financiera en épocas de situación de calle. Hogares que aún no lo son. Abandono. Cuando los postigos se cierran, las celosías se bajan y las lámparas se apagan, en el balcón del departamento be del décimo piso del edificio de enfrente, un hombre de cuarenta y dos observa prejuicioso mientras escribe estas líneas jugando a suponer e ilustrar las desventuras y el porvenir de vidas que le son ajenas, que no le pertenecen y se pregunta si la suya sí le pertenece, y si acaso será mejor o peor que todas ellas.