
Entrañable. Leí la definición porque no estaba seguro del significado pero es la palabra que se me apareció al intentar definir el tipo de ser humano que me imagino debe ser Gerardo. Que es profundo, respetable e inspira confianza. Sí, eso mismo. Entrar a su librería es ir a darse un baño de historia, filosofía y política. Con su boina puesta, pausado y con tono de voz bajo, siempre alguna conversación propone. Usualmente le pido que me recomiende una novela y luego de hacerme no más de dos preguntas va, busca un libro y me lo da. Suele tener café para servir a sus clientes y la música que suena casi nunca la he escuchado antes. Tiene dos gatas que viven en la librería pero andan todo el día en la calle perfectamente integradas con los vecinos y que cada tanto se meten y tienen largas estadías en mi casa, pero a la noche quedan del lado de adentro cuando él cierra y se va caminando lentamente por la peatonal. Si a la hora de cerrar alguna no está, Gerardo se va sabiendo que con seguridad en alguna casa pasarán la noche. Moebius está a dos fachadas de la mía, nos separa La Fonda, un hermoso restaurante cuya construcción es gemela de donde vivo y en el que Mario, su dueño, hace de las pastas caseras su especialidad. Los ravioles de bondiola confitada me encantan y algunos domingos se los pido. Ayer mientras tomaba mate y disfrutaba los últimos rayos de sol en mi balcón mirando gente pasar, vi que Gerardo cerraba para irse entonces le pedí que venga a buscar a su gata gris que estaba durmiendo en mi sillón. Vino, la llamó, ella salió desperezándose con elegancia y se fue caminando junto a él para meterse en la librería. Después de cerrar volvió, ésta vez con intenciones de hablar. Como te estamos tratando, me preguntó apoyando un codo en la baranda de mármol del balcón. Y baranda mediante conversamos un buen rato. Un tema recurrente en mis charlas con uruguayos es la diferencia entre dos sociedades tan cercanas y a la vez tan notoriamente lejanas que hacen que el Río de la Plata se transforme en un océano gigante. Ellos no comprenden la razón por la que estamos como estamos, Gerardo cree que es porque vivimos peleándonos entre nosotros, yo asentí con gesto de lamento y no fui capaz de contradecirlo. Luego expuso su teoría sobre por qué los uruguayos no nos quieren. Según él, en las clásicas discusiones de procedencias y pertenencias, los argentinos se adueñan de todo: mate, dulce de leche, Gardel, tango, todo es argentino dice y si en una de esas algo no lo es, entonces es rioplatense, pero ¿uruguayo nunca nada? no seas malo bo!, se quejó. Aunque me aclaró que cree que la mayoría de los argentinos son buenos y que los quiere, especialmente a su novia que es cordobesa, me explicó que aquí molesta el egocentrismo y que andemos siempre apurados. Él piensa que ellos y nosotros vivimos a ritmos y en sintonías distantes y yo le conté que eso lo comprendí el día que, apenas llegado, en la fiambrería tuve que tragar saliva varias veces mientras sentía que me transformaba en espectador involuntario de una secuencia que iba mucho más lenta de lo que mi ansiedad era capaz de tolerar: la fiambrera cortaba prolijamente el plástico de la horma, apoyaba el fiambre suavemente en la máquina, cortaba milimétricamente cada feta, acomodaba en forma simétrica una encima de la otra, pesaba para asegurarse de no pasarse, agregaba con sumo cuidado tres fetas más, chequeaba nuevamente el peso, cubría el fiambre con un separador, metía todo en un envoltorio al que luego le pegaba el ticket con el precio para finalmente entregarme los doscientos gramos de panceta que le había pedido, para mí a esa altura, ya hacía como dos días, y sonriente me preguntaba, algo más. No. Que pase bien vecino. Cuando me dio el paquete sentí que me entregaban el Oscar y a su vez entendí que ella nunca jamás se había sentido persuadida por ninguno de todos los movimientos y gestos que intente hacer para lograr que se apure y que mi impaciencia no la inmutó en lo más mínimo porque nada ni nadie los saca de su ritmo. Gerardo se rio, y seguimos hablando. Intercambiamos opiniones sobre la pandemia y teorizamos sobre cómo iba a ser el nuevo mundo, yo le dije que me había propuesto, cuando todo termine, no pronunciar la palabra protocolo por cinco años y abrazar a tres personas desconocidas por día. Se volvió a reír, yo cebé un mate que no le convidé porque acá el mate es individual, todos toman pero cada cual lleva el suyo. Durante la conversación varias veces atinó a irse pero la charla lo volvía a acercar. Por algún motivo me contó que tiene tres operaciones de corazón y que la última vez sintió un bruto puñetazo en el pecho que me representó pegándole a mi pared con la mano cerrada, y le dijo a su pareja: estoy haciendo un infarto. Me confesó que se asustó aunque agregó que solo en esta cuadra ya vio morir a cinco vecinos que llevaban vidas mucho más respetables que la suya. Y que entonces por eso no deja de fumar. Desenfocando la mirada en dirección al puerto le adjudicó al destino toda decisión sobre la vida y la muerte, te morís cuando te tenés que morir dijo, pero igual hay que cuidarse, ¿ves?, éste que me fumé acá contigo fue al pedo. Cuando se alejó, ahora sí para irse, se dio vuelta para despedirse: vos sos de los buenos argentinos eh, que tengas buena noche bo. Hasta mañana le respondí y cerré la ventana porque el sol se había ido un rato antes que Gerardo y cuarenta y cinco minutos después del inicio de la charla ya estaba fresco.