
El joven cubano habla con voz resuelta y mueve los brazos teatralmente como para subrayar sus palabras. Dos veteranos escuchan sin la mínima intención de comprender, solo esperan el momento para responder, pero la vehemencia del disertante no da espacio para la réplica. Están parados en una esquina de La Habana Vieja. A un lado, se ve de fondo el Capitolio, escenario de las pocas protestas que los cubanos han podido ejercer en años, al otro, aparece a lo lejos el horizonte sobre el Malecón. En cuanto me voy acercando el sonido de su voz llega a mis oídos y entiendo el sentido de su exposición: pero brodel, no tienes idea de lo que nos están privando, allí afuera tu puedes tener el trabajo que quieras, comprar tu alimento, entrar a la internet, ¡a la mielda con tu revolución! Tiene razón, pienso. Como hecho histórico el proceso de liberación que llevó a cabo la revolución es admirable, aunque no así lo que sucedió luego. Se han liberado de un autoritarismo y en el afán de ganar una disputa de poder acabaron sumergiéndose en otro y, entretanto, un pueblo se hundió en la pobreza. Avanzo en dirección al mar, un niño mira mis pies con adoración como si estuviera caminado sobre dos lingotes de oro y, con pena, me pregunta dónde compré mis zapatillas sabiendo que es probable que nunca pueda tenerlas. Perderse en las calles de La Habana es sumergirse en la cápsula del tiempo. El estado de la arquitectura, la antigüedad de sus carros, la vestimenta de su gente, lo invitan a uno a emprender un viaje al pasado. La ciudad aparenta haber sido detenida, como si nada hubiera sucedido desde mediados del siglo pasado. Es una ciudad dormida. A cada paso encuentro una imagen para llevarme, una historia que contar. Me detengo a intentar entender con qué juego se divierten cinco hombres avanzados en edad que están sentados alrededor de una mesa sobre en la vereda. Es una especie de dominó. Pienso en el evidente quiebre entre generaciones, es notable el contraste en el semblante de los jóvenes respecto al de los mayores. A los primeros la revolución no los benefició en nada, más bien lo opuesto. No tienen sentido de pertenencia ni sienten valor afectivo alguno que los vincule con ella. La rechazan. Cuestión que los enfrenta con sus padres y abuelos que en muchos casos han formado parte del proceso y sesenta años más tarde siguen en la idílica lucha contra el monstruo del capitalismo, mientras la mayoría se siente privada de los derechos más básicos y lo único que busca es salir de su tierra, escaparse. Ahora tengo que rodear una enorme fila que desemboca en una farmacia. Comprar remedios aquí es un suplicio. Los cubanos a duras penas reciben salud, educación, un techo, un colchón y provisiones básicas que son insuficientes, de modo que todos los días tienen el reto de sobrevivir, pese a lo cual han forjado un grado de dignidad difícil de alcanzar para el común de las personas. En el trayecto de una esquina a la otra un hombre me ofrece habanos, otro me muestra sus frutas, un niño me quiere vender pasteles, una mujer una entrada al museo del ron, otra me invita un paseo en cocotaxi, un señor a montar un caballo y sacarme una foto a cambio de unas monedas y tres guitarreros a escuchar su próxima canción si deposito algo en la gorra que descansa en el suelo. Hacen lo que sea para subsistir, y lo hacen con una amabilidad y simpatía que conmueve. Parecen ser felices con lo que tienen. Es que no todos saben que afuera hay un mundo nuevo, posible, más digno. La información a la que acceden es solo la que les dejan ver. Internet está disponible para funcionarios, militares y ricos. Para los que viven de la revolución, no para el pueblo. Ahora camino por el histórico Malecón y paso por detrás de un grupo de adolescentes que a contraluz de un hermoso atardecer sostienen sus cañas en el intento de sacar del mar la cena de esta noche. La Habana me transmite un sabor agridulce, ser visitante es mágico. Ser habitante es duro. Termino el día tomando un mojito en el bar donde se supone que se inventó, sentado en la barra en la que dicen se sentaba Hemingway a beberlo durante los años que vivió aquí, en épocas donde tal vez vivir aquí era digno. Resulta inevitable no hacer análisis sociopolítico, aunque no vine a eso sino con el propósito de vivenciar la isla, ver con mis ojos lo que sucede, hablar con los cubanos y a través de las fotos conectar con su lugar, sus almas, sus penas y alegrías. Y mostrarlos tal cual son: hermosos.