
Dice una de esas investigaciones que llevan a cabo universidades de nombres extraños que se dedican a hacerse preguntas cuyas respuestas no le interesan a nadie, que el noventa por ciento de las risas son exageradas o fingidas. Suscribo, no me río tanto y desconfío de ciertas risas. Prefiero las sonrisas incluso sin razón aparente, sean por cortesía, timidez, o sean solo una reacción instintiva. Risa y sonrisa no son la misma cosa, las sonrisas no son risas, tienen otro plan. Mientras la risa sale apresurada para esfumarse sin pena ni gloria, la sonrisa es cauta, pretende perdurar y suele calar hondo en quien la recibe, se impregna. Convengamos, una buena risa puede ser terapéutica y hay risas que dan risa, aunque prefiero las sonrisas reflexivas y contemplativas, a las carcajadas espasmódicas y arrebatadas. He llegado a pensar que soy amargo, no sé contar chistes y si me los cuentan usualmente no me río. Pocas cosas me provocan mucha gracia, de modo que me sorprenden las risas desmesuradas que, ante un hecho corriente, explotan estruendosamente. He visto risas que separan, que alejan, o que asustan. Y he visto cuando una sonrisa fue la distancia más corta entre dos personas. Algunas parecen transparentes, provienen de las extrañas y traspasan la piel sin dogmas ni condicionamientos. A veces no es solo la boca la que se mueve sino todo el rostro, en un acto reflejo se articulan un conjunto de expresiones que sincronizan un gesto delicado y suficientemente elocuente. Hay sonrisas sutiles, a media asta, y rostros que sonríen solo con los ojos. Hay espontáneas, hasta involuntarias, son sonrisas mesuradas y justas, no sobran, pero alcanzan. Las sonrisas me hablan, en cambio, las risas no me dicen nada. Okey, soy amargo, pero no temo creer que soy aceptablemente feliz. En el afán de denotar felicidad hay risas que parecen ajenas y, pienso, es mejor no reírse que reírse con la risa de otro. Ni el volumen ni el tamaño de la risa son síntomas de felicidad. La sonrisa no hace ruido y la verdadera felicidad es la que no se nota, vive adentro y en silencio, no necesita salir y se protege del afuera. Ahí va, soy un amargo feliz, protegiéndose del exterior. Y sonrío, cuando veo sonreír.