Ayer llegué poco pasadas las siete y me senté próximo a un veterano que imperturbable miraba hacia adelante a través de los lentes aumentados debajo de sus cejas espesas color plata. Bien podría llamarse Wilson. Sin previo aviso me contó que observa la puesta del sol desde hace más años de los que yo tengo y de pronto me vi reflejado en él. Ver atardecer. De las pocas cosas que no me aburre hacer asiduamente, sin ir más lejos, lo hago todos los días excepto cuando las nubes amarretas deciden no ofrecer ni un minúsculo resquicio. En estos días el sol termina de ponerse a las siete y cincuenta y ocho, entonces cada tarde procuro ir aprontándome una hora antes. Me calzo los auriculares y elijo una musiquita para que me escolte, me coloco los lentes oscuros para mirar al frente sin achinar los ojos y me apresto a caminar, cual uruguayo, apretando el termo con el brazo y sosteniendo con la mano el mate contra el pecho, hasta llegar a la rambla y buscar mi lugar. Es, por así decirlo, como quien entra al teatro y elije la butaca ideal en la cual disponerse a gozar del espectáculo, que por supuesto no es exclusivo para mí. Señalando el más allá, Wilson me advirtió que aquella nube alargada ahora taparía al sol y aparecerían incipientes al menos tres rayos inyectándose en el agua. Lo dijo como si ya hubiera pasado. Por todas esas cosas que no se describen con palabras, y aunque por momentos los cierre, para mí es una suerte de meditación con ojos abiertos. El de hoy será distinto al de ayer y al de mañana, porque por muy idénticos que puedan aparentar nunca uno se asemeja al otro. De eso hablamos con Wilson y a propósito, en un arrebato poética le dije que es como si hubiera un lienzo en blanco en cada ocasión en el que las líneas son trazadas por un nuevo dibujante, los espacios coloreados por un nuevo pintor y las luces y sombras creadas por un nuevo fotógrafo. A veces dudo si lo que veo en verdad lo estoy imaginando todo. Minutos antes del desenlace, cuando el círculo de fuego va atravesando el horizonte hasta desaparecer repentinamente, los que caminan se detienen, los que corren disminuyen su marcha, los que pescan ya no miran si los anzuelos tironean la línea. Incluso, no resultará curioso ver algún conductor estacionar sigilosamente para impregnar atardecer en sus retinas antes de continuar viaje. Luego de un lapso en el que no sé de qué hablamos, si es que lo hicimos, le pregunté a Wilson qué sería de nosotros si no hubiera sol. No hubiera felicidad, sentenció certeramente sin quitar la vista del paisaje, y no lo contradije. El agua espumante se mueve revoltosa, el viento empuja las nubes de lado a lado y detrás, el sol va menguando y en su andar compone creativas combinaciones de reflejos y rayos. Aparecen las formas, las texturas, el volumen, los contrastes. Surge una obra de arte. Y como si fuera la última pincelada, en contraluz, de repente cruza tímidamente algún barco que lleva pasajeros que seguro estén adosados a las ventanas viendo lo mismo que vemos todos desde más acá. El instante en el que todo se detiene y el silencio contemplativo invade el espacio y el tiempo. Y hablando de tiempo, abajo a la derecha de estos renglones, el reloj digital marca las seis y cuarenta, hora de bajar esta pantalla y poner al fuego la pava. Hoy llevaré la cámara con el propósito de traer a cuestas alguna que otra imagen que sea digna de ilustrar este cúmulo de palabras que acaban de pronunciar mis ojos.

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