El asfalto todavía despide el calor acumulado pero el sol de esta hora me permite caminar sin morir en el intento y lo hago por la calle pues aquí no existe el concepto veredas, no las hay. Nadie camina, se usa la moto hasta para cruzar la calle, aun así, cada tanto quiero sentir que no es un motor sino mis propios pasos los que me llevan y doy un paseo por este barrio tranquilo entre arrozales y típicas casas balinesas. Apenas salgo tengo que rodear la lona azul que el vecino de la esquina despliega ocupando mitad de calle cuando le toca secar los granos de arroz que habrán de ser alimento o fuente de ingresos en los días venideros. Le muestro mi palma para saludarlo y él arruga su cara curtida para convidarme una sonrisa. Le preguntaría algo sobre su vida pero la gente mayor no habla inglés y mi indonesio prematuro tan solo me posibilita a saludar y agradecer. Detengo la marcha así terminan de cruzar la calle una gallina y dos crías que la siguen en fila pero por lo visto ella desconfía y da la orden de retirada para volver tras sus pasos y reencontrarse con el gallo desorientado que cacarea sin reparar en que son las seis de la tarde. Me encuentro con tres niños que rebosantes de alegría se disponen a remontar el barrilete dado que estamos en temporada de cometas, práctica que se originó para espantar pájaros de las cosechas, que luego se volvió una costumbre religiosa que veneraba al Dios del viento y hoy es una actividad lúdica que pone a prueba la creatividad de los jóvenes que por estos días pintan el cielo de objetos voladores de diversos tamaños y diseños. Me permito un momento para llevarme una foto del último instante del atardecer que todas las tardes tengo la dicha de ver, entretanto, reacciono sobresaltado ante un ladrido amenazante. Se conoce a Bali como la isla de los Dioses aunque bien podría ser la de los perros, ¿habrá más perros que personas? Ladran porque tan habituados están a ver pasar solo motos que les es extraño ver humanos a pie, o tal vez los asista la razón a quienes sostienen que los perros son reencarnaciones negativas. Aquí se cree en una energía trascendente generada a partir de los actos de las personas, el karma, una suerte de poder espiritual que viene a impartir justicia y dar equilibrio. De modo que quien llevó una vida de actos impuros, dicen, podría reencarnar por ejemplo en un perro. Por tal motivo no mienten, no roban, no matan. No quieren ser perros. ¿Podrá impregnarse una dosis de creencia en karma en ciertas sociedades para mejorar el comportamiento humano? Modifico mi recorrido, no me atrevo hoy a enfrentar a un espíritu maligno como tampoco soy capaz de juzgar sus conductas en vidas pasadas. Por allá veo recolectando hojas a la enigmática señora doblada. La alcanzo y no es que mi paso sea ligero sino que el suyo es pausado. A raíz de una vida entera sembrando arroz agachada su columna vertebral está literalmente partida y su cabeza se ubica a la altura de las rodillas. No me preocupo por saludarla total ella nunca me ve. La imagino en su casa, ¿tendrá la alacena en el piso?, ¿cómo prende las luces? Sea como fuere, lo cierto es que ahí anda todos los días mirando el suelo sin que eso le impida afrontar sus quehaceres. El sol cumplió su labor de hoy y empiezo a sentir la brisa que a esta hora viene a regalar algo de alivio. Antes de terminar la vuelta me toca presenciar incrédulo una ceremonia cuanto menos singular. Estamos en Galungan, festividad en la que los espíritus ancestrales de parientes fallecidos vuelven a la tierra para visitar sus hogares. Mañana es el día en el que esas almas regresan al cielo y eso se celebra con grandes tertulias para las que hace falta alimento, por tanto las cooperativas barriales sacrifican cerdos que distribuyen para consumo comunitario. Veo en el piso una enorme tela sobre la que se apoyan trozos de carne cada cual junto a una bolsa que contiene sangre, que es sagrada. Al costado yace sobre la calle lo que queda del animal, a su alrededor tres imperturbables hombres cuchillo en mano y sin un ápice de compasión hurgan en el cadáver para terminar de separar partes, mientras vienen y se van vecinos a quienes se les entrega su ración dentro de una bolsa roja que agradecen como si fuera éste el trofeo más anhelado. Los días en esta isla no me son indiferentes, nunca pasan desapercibidos. No me dan oportunidad de aburrirme o verme inmerso en actividades rutinarias. Mi única tarea diaria que se repite es regar el jardín y la huerta. Y lo haré ahora mismo antes de que en el horizonte desaparezcan los últimos vestigios de luz.

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