
A las cuatro y media salgo de casa con la bici y como todas las veces que lo hago en estos días, la señora mayor me dice hola mijito, pero hoy además señalándome con el índice me advierte: salís con poco abrigo. Está sentada frente a mi casa detrás de una mesa repleta de panfletos que reparte para las elecciones departamentales. Tiene más de ochenta y todas las tardes pasa horas planteándoles a los vecinos las cosas que aún quedan por mejorar. Me encanta que me salude, yo le digo que ella es mi guardiana porque en una ocasión cuando salí me avisó que había dejado abierta la ventana. Le hago caso, entro a buscar abrigo y vuelvo a salir. Bajo a la rambla hoy con viento suave, voy pedaleando mirando al frente intentando no atropellar a nadie porque mis ojos en realidad lo que miran son las olas que al costado se rompen contra las rocas, me hipnotiza la potencia del agua, las explosiones blancas, sus formas, sus ruidos, nunca me aburro de mirarlas porque jamás una es igual a la otra. En Montevideo habitualmente hay viento y ya aprendí a mirar de dónde viene y hacia donde va. Si está a favor la bici parece flotar y uno casi no tiene que pedalear pero si está en contra ni lo intento, es imposible avanzar, mejor caminar. Hoy siento olor a mar. También aprendí que según el viento y las corrientes a veces el mar entra para mezclarse con el río entonces el marrón se transforma en verde y lo turbio en transparente. Mientras cruzo la rambla a la altura del Barrio Sur, donde está ubicado el estudio de Laura en el que practico yoga dos veces a la semana, escucho que un muchacho con una esponja en la mano le dice a la conductora del auto que espera el verde del semáforo: hola vecina yo me llamo Raúl y con todo respeto voy a limpiar el vidrio que está sucio, si usted tiene una moneda me la da y sino no se preocupe. Termino de cruzar y me quedo porque ese diálogo es para mí tan inusual que me llama la atención y entonces presencio la secuencia: él limpia el vidrio con dedicación, la señora le da algo, él agradece y le dice que pase bien, la señora arranca, Raúl me mira y yo espero que me diga que mirás tarado pero dice, hay que rebuscárselas compa. Y me sonríe. Le devuelvo la sonrisa pero no me sale respuesta alguna porque me cuestiono que lo que debiera ser normal a mí me parece anormal. Bajo de la bici y sigo a pie ya que las últimas cuadras son subidas y si llego cansado sé que en la mitad de la práctica lo voy a lamentar. Pienso en el limpiavidrios y me pregunto qué habrán hecho acá para lograr imponer una base inquebrantable de ciertos modales de respeto y convivencia que veo impregnados en toda situación cotidiana, y la respuesta aparece en seguida y es una palabra tan simple como compleja: educación. Apenas entro en el pintoresco y humilde Barrio Sur, que me recuerda a Caminito en La Boca pero sin turismo, como siempre empiezo a escuchar los clásicos tambores, es el sonido de fondo de un barrio con cierto espíritu bohemio, con sus calles casi todas empedradas y elegantemente rotas. Dicen que es la cuna del Candombe y donde vive la mayoría de los que quedan de la colectividad afro en el país. Camino con la bici a cuestas por una peatonal que termina en una escalinata que desemboca en la placita Carlos Gardel y encaro por la rampa al igual que un niño moreno de unos siete años que también con su bici a cuestas se mete en la rampa para subir antes que yo y sin embargo a mitad de camino se detiene y me dice adelante señor, haciendo un movimiento amable con el brazo cual torero, dándome paso. Le digo que no hace falta pero él sin moverse y muy convincente dice que él está jugando y que yo seguro ando más apurado e insiste, pase señor. Entonces paso y digo gracias señor y de inmediato me corrige, yo soy niño. Gracias niño, y sigo. Un tanto asombrado vuelvo a sonreír y se me viene a la mente una frase: la educación salva. Este barrio me encanta, su arquitectura es antigua y las paredes descascaradas, agrietadas, son lienzo de expresiones artísticas de todo tipo, en especial de coloridos murales que en su mayoría relatan situaciones de negros tocando tambores y negras bailando con vestidos floreados, que a su vez se amalgaman con las ropas colgadas de los balcones que son el decorado inherente del paisaje urbano y para mí uno de sus encantos. Pienso en la señora mayor, en el muchacho del semáforo y en el niño amable. Pienso en tres generaciones y en ochenta años. Y veo el mismo sentido de la educación. Me apuro porque entre tanta distracción ya son las cinco menos cinco y si llego un minuto tarde por más que me cuelgue del timbre, con la práctica iniciada Laura no abre la puerta porque la puntualidad y la disciplina acá también son valores excluyentes. Antes de llegar decido que mi sankalpa de hoy, que es la intención o deseo que cada practicante invoca para sí antes de comenzar una práctica, va a ser: que algún día algún gobernante iluminado de mi país se dé cuenta que a las palabras se las lleva el viento y que el único camino ineludible para alcanzar dignidad, progreso y equidad, es educar.